poblado Konso
Salimos de Nairobi con la mochila en las espaldas y la sonrisa en el semblante, ambas nos acompañaron durante todo el viaje. Atrás fuimos dejando el bullicio de la ciudad y los colores de los mercados.
Nuestro primer objetivo era llegar a Omorate, población etíope, justo en la ribera del río Omo. Después de diez días por parajes inhóspitos, cruzando ríos de arena, sorteando las acacias de la sabana, conviviendo en poblados de gentes con miradas hostiles inicialmente pero que se iban suavizando al pasar las horas, llegamos a nuestro primer destino.
El calor era tan intenso que mantener los párpados abiertos resultaba un gran esfuerzo. La tarde, con la puesta del sol, trajo algo de brisa, risas de los niños y un intenso olor acre. La noche nos cubrió con millones de estrellas. Tierra y tierra, polvo y arena. Ya no hay ni pistas por las que pueda circular el camión.
Todo es inmenso y llano. La vista se nos pierde en el no-horizonte porque cielo y tierra tienen el mismo color. De vez en cuando, se distinguen rebaños de camellos o remolinos que dibujan perfectos conos invertidos. Seguimos nuestra ruta y visitamos algún poblado darsenech. En el Lago Seco, los hamer velan nuestro sueño a cambio de unos bidones de agua. Los konso se esconden cuando ven que estamos próximos a su territorio. En todo momento reinó el respeto y la certeza de saber que éramos extranjeros.
Fuimos observados con miradas atentas, casi descaradas y, en algún momento, fuimos, también, motivo de sus burlas. Finalmente nos adentramos en el Parque Nacional de Sibiloy, la nada más absoluta salpicada de piedras negras y restos fósiles, y allí notamos sobre nuestras cabezas el peso del firmamento, la confusión de ser.
Y, a nuestra derecha, surgiendo del vacío, El Mar de Jade, el Lago Turkana. Verde intenso y apacible. Sentados, en silencio, con la luna llena como testigo, contemplamos esa inmensa belleza, esa soledad infinita, tal como hiciera el diplomático británico, Justin Quayle, en El Jardinero Fiel.