Solanas, La Barra o Punta Ballena, en donde las historias de naufragios españoles, tesoros piratas nunca encontrados, conquistas y prohombres tientan a las emociones.
También en Punta del Este, desde la blanca arena de la playa brava que mira al océano, mientras la mansa, al oeste, lo hace al Río de la Plata, bajo el cálido sol de estos primeros días del estío uruguayo, no es difícil imaginarse el paso de los grandes cetáceos que en septiembre se acercan a estas costas para aparearse.
Y observando la Isla de Lobos, justo enfrente, a esas horas crepusculares cuando se marchan los últimos bañistas, se siente el concierto de los más de 300.000 ejemplares entre lobos y leones marinos que bajo una nube de gaviotas habitan una de las reservas mundiales de estas especies.
Incluso es posible descubrir, en los días de calma chicha, las chimeneas del transatlántico español «Ciudad de Santander», que naufragó el 25 de mayo de 1895 entre el islote y la orilla, ante la mirada de los lobos, y que dio pie a otra historia, la de la Virgen del Santander que no era otra que la del Carmen, que se venera en Maldonado y que la nave llevaba en sus entrañas.
Por supuesto, no falta quien cree ver en ella el simple relato de un milagro: no se produjo un solo ahogamiento.
Mucho antes, a la isla que descubriera en 1516 Juan Díaz de Solís se la llamó «Isla de San Sebastián de Cádiz», para ser más tarde «Isla de los Pargos» e «Isla de las Corvinas».
Lo de «Lobos» vino después, cuando los indios se comieron a Solís, no se sabe bien si literal o metafóricamente, tal y como se ha escrito, y, de regreso, su tripulación alcanzó el islote para conseguir agua y comida: cazaron 66 lobos, las únicas proteínas, entre ácidas y dulzonas, que ingirieron los marinos en su travesía de vuelta a España, y sus pieles se exhibieron y vendieron en el mercado de Sevilla como piezas exóticas.
Se ha documentado que el aceite de estas focas fue utilizado desde 1724 en el sistema de iluminación de Maldonado el departamento al que pertenece Punta del Este y uno de los 19 en que se divide Uruguay.
La explotación lobera dependió directamente del Rey de España, a través de la Real Compañía Marítima hasta 1808. Hasta 1992 la matanza no se paralizó sólo entre 1873 y 1900 se sacrificaron a 454.000 animales.
Por eso parece mentira que no haya prendido en sus genes la defensa a dentelladas ante la presencia de cualquier humano y que, frente a todo pronóstico, su mansedumbre sea tal, que amén de sus visitas continuas a la costa esteña, de aquí salgan lobos para todos los zoológicos y circos del mundo.
En Isla Gorriti, a tan sólo dos kilómetros de Punta del Este, pero en las aguas mansas en donde los yates se mecen mientras los viajeros disfrutan del mar-río y sus playas semi salvajes, las huellas de los españoles se descubren por los restos de construcciones defensivas.
No se puede ver, sin embargo, uno de los tesoros de la Armada Real Inglesa que quedó sepultado bajo la superficie del último tramo del Río de la Plata, antes de desembocar en el Atlántico: Los restos del «Agamnom», que tuvo por dueño al famoso almirante Nelson, del que fue su preferido, reposan a 600 metros de Gorriti.
Uno de sus diez cañones, de los cinco que portaba por banda, se rescató y colocó frente al Yacht Club de Punta del Este.
Tampoco Punta del Este lo fue siempre. Hasta 1907 se llamó Villa Ituzaingó, y en sus comienzos fue un paradero indígena y pueblo de pescadores.
Fundada en 1829 por Francisco Aguilar, tampoco era verde, sino un enorme desierto por cuyas dunas sólo podían transitar dromedarios.
Simplemente un médano frente a un caladero de ballenas donde Enrique Burneo comenzó a plantar pinos para contener la avalancha de arena.
Hoy, cien años después de que arribaran a su costa los primeros veraneantes argentinos y uruguayos a bordo del vapor «Golondrina», su población veraneante supera el medio millón de almas que la semana pasada empezaba a volver a sus playas por Navidad; y el medio centenar de casas fundadoras de la localidad ha dado paso a una arquitectura tradicional mucha casa de tipo alpino para un lugar en donde no nieva nunca y de vanguardia que levanta torres se han limitado las alturas y urbanizaciones de lujo a precios de ganga frente al euro.
No en vano, numerosos emprendedores como el catalán Javier Bel, y su esposa Ximena Gaviña, argentina, han decidido instalarse definitivamente en estas playas, en su caso adquiriendo una «chacra marítima» o hacienda. maravillosa (www.lapostadelvinyet.com), junto a la laguna de San Ignacio, que también es posada exclusiva para los amantes de la tranquilidad y el «slow-travel», y a los que se colma de atenciones masajes y paseos a caballo, comida casera y buen vino de la tierra para sólo cuatro habitaciones, en las que no se admiten a menores de 16 años ni mascotas.
O inversores como la baronesa Thyssen que se ha hecho con unas cuantas hectáreas en los alrededores de la «muy fiel y reconquistadora» San Carlos la segunda ciudad de Maldonado, siguiendo la estela de pioneros como Julio Iglesias que puso los ojos y el dinero a un kilómetro de Playa Manantiales donde hoy se desarrolla el proyecto Laguna Estates, con helipuerto y acceso directo por un muelle a la Laguna Blanca, en donde se vende por lotes lujo y vida de campo a partes iguales. Un servicio seis estrellas que provee a cada parcela con su vino personalizado a estos niveles, de tenis, golf, hípica y casino 24 horas como el gran Hotel Conrad, ni hablamos.
Todo un contraste con las dunas de Rocha, en Cabo Polonio, territorio de surfistas y hippies, donde apenas si llega el agua y no hay luz, que han inspirado al «oscarizado» Jorge Drexler su disco «12 segundos de oscuridad», justo el tiempo que tarda en girar la luz del faro que cuando rota sume en la penumbra a los pobladores de este rincón de naturaleza indómita que se quiere preservar como un tesoro.
Algo así como el que escondieron los piratas en La Barra y que tanto lo ocultaron que nunca se encontró, zona predilecta de los veraneantes argentinos que llegan para el fin de año por cientos, y sobre el que el botellón de madrugada la moda consiste en que tras una «siesta» nocturna te levantas hacia las dos de la mañana para festejar hasta las nueve o las diez que el verano todavía no se acaba es cita obligada de la movida juvenil esteña.
Hasta La Barra se llega cruzando dos puentes que a buena marcha, y por la ondulación de su diseño única en el mundo, surten el mismo efecto que una mini montaña rusa. O sea, que ya se llega con el estómago en andas.
Pero, de cualquier forma, seducido: de su línea sinuosa dijo Neruda que era como los pechos de una mujer («Entre agua y aire brilla el Puente Curvo:/entre verde y azul las curvaturas/del cemento, dos senos y dos simas/con la unidad desnuda/de una mujer o de una fortaleza,/sostenida por letras de hormigón/que escriben en las páginas del río»).
Tras los pasos de Lorca
Precisamente es un editor, el bonaerense Miguel Schapire, la referencia en La Barra sobre cómo acoger al visitante «como si estuviera en su propia casa», lo que hace en «Le Club», una posada en el mar que siempre está llena de amigos (www.leclubposada.com).
El mismo Schapire me cuenta que anda recomponiendo la historia de los periplos de célebres españoles, como Alberti, Lorca o Casona, por estas playas, y anuncia el próximo estreno de un documental con material inédito.
Para abrir boca, salta a la vista la arquitectura de Antonio Bonet, exiliado republicano y colaborador de Le Corbusier, que se levanta en Solanas, una de las debilidades del balneario.
Luego, para llevarse el sol de Uruguay en papel, madera o cerámica, el viajero adquirirá en Casa-Pueblo, edificación que sobre los acantilados de Punta Ballena levantó Carlos Páez Vilaró padre de uno de los supervivientes que ingirió carne humana en el terrible accidente aéreo de Los Andes, una de las cotizadas producciones del artista.
Y para volver, engánchense al enigma de Piriápolis, ciudad hecha por un solo hombre, el alquimista Francisco Piria, del que cuentan que hacía viajes astrales y que la soñó como un árbol de la vida.
Aunque no haga falta tanta «droga» dura: es raro encontrar por esos mundos de Dios gentes tan hospitalarias y acogedoras como los uruguayos. Lo dicen hasta los propios argentinos. Por eso siempre vuelven.